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Hislerim Derin
“Desdibujar el cuerpo en cada movimiento. Dejar que trascienda al punto de observarlo todavía, pero percibir más allá. No tanto su fisonomía, como una esencia arrolladora y profunda que te arrastre con la música”.
Palabras que volaron de significado cuando aquel día comprendí que se quedaban cortas, que su propia enunciadora las convertía en meras letras carentes de sentido una vez sus pies se separaron del suelo en aquella demostración de todo lo bello existente.
Hislerim. Hislerim derin.
Un sentimiento profundo de ardor. Ardor sobre un peso que se convierte en ceniza y asciende desprendiéndose de lo que antes formaba un todo.
La ceniza eran sus líneas. Aquellas que recorrían cada pulgada de cuerpo. Aquellas que con cada movimiento se desdibujaban, como ella bien anticipó una vez, derramándose según el ritmo incesante demandaba.
Las curvas que su espalda hacía brotar procuraban desligarla del suelo por el que se dejaba arrastrar. Unas manos tensas, desesperadas arañando los tablones de madera que componían la tarima, mientras sus pies emergían impulsando las piernas hasta que las rodillas dobladas y la postura deformada transmitían súplica.
Manos al rostro, dorso corporal rotando exagerada pero suavemente. Los hombros marcando golpes ilusorios de un ente pesado pero inherente.
Se dejaba construir en cada latido musical. Sin mantener un contacto de mirada con nada de lo que la rodeaba. Implorando, con toda ella, que cada ínfimo resto de ceniza abandonase su piel.
Desde el marco de una puerta muy alejado de su realidad, cambiando el peso de una pierna a otra según se me atoraban las emociones en la garganta, me encontraba yo. Sin saber que me estaba regalando su ser de forma tan íntima que jamás se repetiría en mi historia un momento así.
Elevada por completo en su lucidez y apasionante enfoque, dirigió sus acuosos ojos hacia mí, arrancando por completo cualquier escenario real de mi percepción. Mis ojos se dirigían solos sobre sus trazados, mientras los suyos no se apartaban de mi estupor.
Una contorsión, un salto con giro en el aire, perfección absoluta. Una caída impolutamente desgarradora sobre las rodillas. Sus manos inquietas, amenazando en forma de puños, golpeando el suelo a base de pálpitos rítmicos según la canción.
Se frena, respira, exhala fuerte. Conduce el movimiento como si su cuerpo fuese poseído por energía manante de ese aire. Se desplaza sin separar un centímetro de piel del suelo. Seduce con la suavidad de sus brazos acariciando su torso, explotando en una repentina contracción del ritmo.
Frenetismo es lo que acontece después, un ansia sin precedentes. Sólo existe ella en torno a una nada. Ni siquiera la gravedad detiene la rapidez de sus gestos, ni siquiera el tiempo se apodera de la imagen grabada en mis retinas, en la que ella se abandona en un salto de fe al vacío que culmina en unas plantas del pie firmemente ancladas al suelo. Su cintura desplomándose a la par que sus brazos rompen el espacio en dirección a la madera, pero no llegan a rozarla siquiera.
No soy capaz de advertir si la canción continúa, sólo recuerdo hipnotizarme según sus suspiros y exhalaciones se adueñan del protagonismo musical que envolvía esa pequeña atmósfera creada para dos, regalada para mí.
Una lágrima prudente se hizo camino por mi mejilla justo cuando una gota descendía de su faz y alcanzaba el maltratado piso. De sudor o llanto, eso sólo lo supo ella. Yo me aventuré a acercarme, con miedo de asustarla en su catarsis.
Su pecho incesante exigiendo oxígeno, demandando un alivio que poco tenía que ver con respirar. Su camisa empapada del esfuerzo, alineándose sutilmente con sus curvas y trazos. La voluntad de retirársela se hizo presente en mi mente, y con esa intención me dispuse a la tarea de sanarle los sudores fríos que colmaban su ser.
Recogí una toalla y su mítica sudadera, las cuales se hallaban sobre la silla junto a la puerta, y los cargué en el hombro para cubrirla una vez estuviera desnuda de torso. Desabroché su pantalón para despojar la húmeda tela de su agarre bajo la prenda inferior, y con la mayor delicadeza que poseía fui desprendiéndola botón a botón, procurando que sus rodillas no cedieran ante el flaqueo exhausto que percibía en ella. Una vez liberado cada prendedor, la tela se resbaló con lentitud por su espalda hasta desarmarse en el suelo.
Pequeñas contracciones se adueñaban de sus brazos; odiándome por no encontrarla antes, osé estimar el tiempo que se había recluido en el estudio para bailar.
Conduje el fibroso material de la toalla por detrás de tu cuello, hasta empaparla en su nuca. Emitió un suspiro de relajación y admitió que su torso se fusionase con el mío, el cual pese a estar cubierto por la tela de un vestido, apreció el toque, acelerando mi pulso, pero esto último no lo consideré necesario de importancia.
Un suave roce en mi espalda baja me avisó de su abrazo antes de que su frente llegase a tocar mi cuello. Sin refrenarme por el nerviosismo que sepultó mi valentía y decisión, previos alentadores de mi decisión de salir a buscarla, proseguí secando los palmos descubiertos de su piel, tan sólo interrumpidos por la firme tela del sostén negro.
Los vellos de su nuca erizándose y sus brazos estrechando con coraje mi cintura, anticiparon sus sollozos. Solté entonces la toalla, arrastré la sudadera sobre sus hombros, cubriéndola del frío que la recorría, y finalmente envolví los brazos sobre ella, calentando su esencia con lo poco de determinación que me restaba dadas sus yemas aferradas a los pliegues de ropa sobre mis lumbares.
Hislerim derin. Profundo sentimiento.
La descripción exacta de mi noción inconexa de la realidad al escuchar cómo de entre sus jadeos y llanto, emergían unas palabras: “no podía soportar un segundo más verte en ese altar si no podía ser yo quien te admirase de frente. Siento haber jodido tu día, debería ser justo y suficiente para ti, que yo aceptase simplemente verte feliz así”.
Se me acabaron las palabras en la memoria. No era la primera vez que me sorprendía al punto de enmudecerme, sin embargo, esas dos frases supusieron un impacto semejante a los golpes que ella simulaba hacía escasos minutos desnuda ante la canción. Sin decisión alguna, ni segundos de reflexión, alcé los brazos hasta que hubieron rodeado su cuello, cerniéndola sobre mí, acercándola con la intención de fundirla conmigo.
Me temblaban los dedos, firmemente asentados en su nuca. Me traicionaban los nervios, habitantes de mi vientre. Me recorrió el deseo de una punta a otra del cuerpo, pero mi silenciosa quietud me salvaba de cometer aquello que no daba opción de vuelta atrás.
Aterrada porque sus palabras me desarmaron aún más, me tensé cuando de forma gradual se separó de mí, llevando sus manos a las mías de forma gradual a través de un tortuoso camino de roces sobre mi cintura y costados. Entonces las envolvió en las suyas, sacando ambas de su escondite tras su cabeza, y cuando pensé que procedería una separación en la que ella renegara de seguir abrazada a mí, sin esperar un segundo a mi gesto de confusión, se acunó la cara, dejando un sencillo beso en mi mano derecha y manteniendo su posición sobre las mías.
Recorrió con las puntas de sus dedos los centímetros de los míos, en busca de algo que no logró hallar. Su mirada ahora preguntaba en silencio por el objeto que debía presidir mi vida desde el anular.
Me limité a chocar en desesperación mis labios con los suyos. Por un ligero impulso ya no contaba con una marcha atrás. Tropecé cuando ella perdió la estabilidad ante la sorpresa, pero pronto alcanzamos la mesa articulada del estudio, provocando en el choque, que se iniciara una distancia casi imperceptible, pero existente, entre nuestros labios.
Esperé unos segundos para abrir los ojos. De los suyo radiaba confusión. No quería someterme a explicaciones: la besé de nuevo, buscando algo más que un simple encuentro. Exhaló, suspiré. Sonrió, lloré.
La confusión y la incomprensión de proporciones sin precedentes en mi cabeza se apoderaron de mí, revestidas de un alivio inhumano que sus toques me ofrecían.
Hurgué en el bolsillo escondido de mi vestido, atrapando la dorada circunferencia, dejándola caer en el bolsillo derecho del pantalón de su traje a la par que, iniciando un nuevo beso, deslizaba una mano por esa zona. Su respuesta fue un apretón inesperado, un impulso necesitado de juntarme a ella.
De lo que aconteció, se escribiría toda una novela.
De lo que sentí, sólo yo he sido capaz de descifrar la parte que ella logró despertar.
Horas más tarde, yaciendo en el suelo cubierto de prendas arrugadas, sólo el espejo mural quedó como testigo de la innegable conexión y las armonías de sonidos que nos dedicamos. Sin embargo, mi huida, marcada por la cobardía, manchó cada palabra o suspiro que dejaron rastro en la memoria.
Recogí el vestido hecho un desastre de debajo de sus piernas, notando el frío en mi propia piel al levantarme, abandonando el calor de su abrazo. Busqué los zapatos, sintiendo las consecuencias de una dolorosa carrera en la búsqueda angustiosa de quien me había robado la respiración incontables veces hacía escasas horas.
Allí, dormida en calma como tantas veces antes la había visto, una vez vestida pero en absoluto preparada para cruzar el marco de esa puerta, la dejé en compañía del dorado anillo, ahora inerte sobre la astillada superficie que nos sostuvo durante los abismos de cariño.
Quizá no procuré anunciar un mensaje por el que ella entendiera que yo estaría dispuesta a lo que necesitara de mí, pero innegables fueron los PROFUNDOS SENTIMIENTOS que mis ojos y actos reflejaron.
Hislerim Derin: Lista
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